Reagan se sentía abrumada por la angustia de la soledad desde que su esposo falleció. La tristeza la consumía día tras día, hasta que recibió una llamada telefónica de su hijastro Sam. Él estaba en la universidad y casualmente tenía vacaciones de verano, y había decidido pasar unos días en casa. La madre se emocionó ante la idea de tener compañía en casa, pero esa emoción se convirtió en una obsesión cuando comenzó a elaborar un plan para sabotear cualquier posibilidad de que Sam se fuera. Reagan ideó trampas para que su hijo sufriera accidentes domésticos que lo obligaran a permanecer a su lado. Su intención era clara: quería que Sam se lastimara para que tuviera que quedarse en casa con ella. Pero la realidad era que estaba perdiendo la cabeza por la soledad y la necesidad de tener a alguien a su lado. Sam era la única opción que tenía para salir de esa angustia, aunque fuera a costa de su propia moralidad. Mientras Reagan planeaba su retorcido plan, sabía que su hijo era un chico inocente y dedicado a sus estudios, que se iría a la universidad en cuanto terminaran las vacaciones. Ella necesitaba retenerlo permanentemente a su lado, así que, a riesgo de su propia cordura, decidió que debía motivarlo y hacerlo sentir como un hombre. Reagan se obsesionó cada vez más con la idea de tener a su hijo a su lado y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para retenerlo. Sabía que su plan era incestuoso, pero la soledad y la necesidad de compañía la estaban empujando hacia la locura.
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